Cada año, en noviembre, vamos al cementerio con las últimas flores del año. Las flores son frágiles y bellas ……. también perecederas, como la vida.
La muerte golpea al que queda. Es una sensación extraña, honda y fuerte. Se fue para no volver nunca y se quedó para siempre en nuestro pasado. Al que se fue lo llevamos dentro. En ocasiones, al mirar una foto, al pasar por algún sitio, al escuchar una palabra, …. aparece de pronto. ¡qué triste sería si solo estuviera en el cementerio, ese lugar tan frío, y no dentro de nosotros!
Sin embargo, este año hemos decidido comprar flores de plástico: ¿no será porque no queremos pensar que todos, poco a poco, también nos marchitamos?
Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.
Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa. Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.
Francisca Aguirre
(Imagen: Plañideras. Pinturas de San Andrés de Mahamud (Burgos). 1295-1318. Museo Nacional de Arte de Cataluña. Barcelona.)